domingo, 1 de julio de 2012

Amor de madre




Existen ciertas historias que circulan en variedad de versiones, con algunos añadidos o detalles divergentes; historias que, en definitiva, son una sola. En esta ocasión les traigo una de esas historias repetidas a la vez que singulares. Su autora, la Prof. Ana Elizabeth de la Zerda, se basó en ciertos sucesos ocurridos en la provincia de Tucumán para hilar este relato.



El invierno en Tucumán suele ser benévolo cuando el sol de la tarde calienta la piel de aquellos que osan subir, a la siestita, por las enmarañadas rutas al Cristo Bendicente. Sin embargo, cuando al viento se le ocurre involucrarse en la placentera diversión, los vellos de los brazos comienzan a levantarse alarmados por el incipiente frío.
Muchos visitantes empiezan a colocarse sus camperas y, varios turistas atrevidos, aprovechan la compra de la mañana para cubrirse con ponchos y algún sombrero de gaucho. Se resisten a dejar el lugar hasta que el sol decide abandonarlos y, uno tras otro, empiezan a emigrar.
Mariano, Juan y Fran decidieron esperar un poco. Aún sabiendo que era peligroso bajar de noche, lo preferían a tener que seguir la procesión de autos, motos y bicicletas que formaban, a un ritmo regular, una fila india por el único y angosto camino.
Con la compañía indispensable del mate, se refugiaron bajo un grupo de árboles donde aprovecharon para una mano de truco.
El frío había dejado desolado el lugar. Hasta los vendedores habían huido. El viento empezó a golpear más fuertemente y su voz distante advertía a los amigos que era hora de regresar a la ciudad. Los tres se levantaron y corrieron a sus autos para emprender el descenso.
La ruta parecía más oscura que de costumbre, alumbrada apenas a dos metros por los faros del Renault 19. Las luces de la ciudad aparecían esporádicamente entre la tupida vegetación, recordando el destino que se hacía, cada vez, más anhelado. El silencio era profundo. Juan manejaba pero ninguno de los tres apartaba la vista de la ruta.
Fran estiró su mano para encender el estéreo. La familiar melodía relajó los músculos tensos de los tres y creó un ambiente aislado de la oscuridad inmensa que los rodeaba.
Poco tiempo tuvieron para darse cuenta, en una curva, de que un auto venía de frente. La luz del otro vehículo les advirtió, segundos antes del encuentro, y una maniobra los salvó de una tragedia.

Apagaron el estéreo dándose cuenta de la necesidad de escuchar el motor de cualquier auto que se les cruce.
Nuevamente el incómodo silencio.
Millones de veces, los tres amigos habían subido y bajado esos cerros. Millones de días y millones de noches. Los conocían como a las líneas de sus propias manos. Sin embargo, esta noche era especial. Había algo en el ambiente que los mantenía intranquilos.
Fran cerró los ojos apoyando su cabeza en el respaldar, sin embargo, una extraña sensación no lo dejaba dormir. Mariano se colocó los audífonos de su celular y se recostó en el asiento de atrás.
Juan, indignado por el abandono de sus amigos ante un tensionante viaje, giró su cabeza para hacerles alguna seña o moverlos. Solo unos segundos bastaron para descubrir, al volver su mirada hacia la ruta, que una mujer venía caminando por el medio. Los frenos sonaron desesperantes. La desconocida se detuvo frente al auto.
– ¡Necesito ayuda! ¡Mis hijos! – la voz de la mujer se confundía con los sollozos.
Los tres amigos salieron a auxiliarla y vieron que tenía una herida en la cabeza de la cual emanaba sangre.
– Señora, tenemos que ir a un hospital. Esto se ve muy mal.
– No. Retrocedan. Tuvimos un accidente y mis hijos están heridos.
Sin decir nada, subieron todos al auto y dieron la vuelta. Mariano, quien iba sentado al lado de la desconocida, pensó en el tiempo que debía haber caminado ya que sentía, sin ningún contacto, el frío de su piel.
Ella no quitaba la vista de la ruta mientras los amigos buscaban desesperados algún indicio de accidente. Metro por metro, los ocho ojos recorrían la oscuridad.
– Acá es – escucharon la voz de la mujer y frenaron. Cuando se dieron vuelta para verla, ella había desaparecido.
Un frío superior al que habían sentido hasta ese momento los invadió y, por unos segundos, cruzaron sus miradas aterrorizadas. Nadie sabía si bajar del auto o arrancar y salir a toda velocidad de la zona. Después de mucho vacilar, Fran dijo:
– Chicos, miren. Ahí abajo hay un auto.
Al costado de la ruta, siguiendo el rastro, apenas se veían los restos de un Corsa blanco envuelto por ramas. Los tres bajaron y corrieron.
Unas vocecitas se lamentaban desde el asiento de atrás e, instintivamente, todos se dirigieron hacia la puerta trasera. Fran logró sacar por la ventanilla a un pequeño de cinco años y Juan, a uno de tres. Mariano, al ver que los niños estaban a salvo, se dirigió a los lugares delanteros y descubrió, para su sorpresa, que no había más sobrevivientes.
Del lado del conductor, un hombre muerto. Del lado del acompañante…
Mariano retrocedió estupefacto.
Allí estaba el cuerpo sin vida de la misma mujer que venía con ellos. O, mejor dicho, del fantasma que los guió hasta allí.


Blog de A. de la Zerda: http://aedzliteraria.blogspot.com.ar/

Una historia similar? La mujer de la curva

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