EL HOMBRECITO DEL AZULEJO
1875
1875
Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta: -Esta noche será la crisis.
- Sí, responde el doctor Eduardo Wilde; hemos hecho cuanto pudimos.
- Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche...Hay que esperar...
Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad,
del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado
reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos
por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el
segundo con chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche.
Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en
el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que
hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres,
departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus
manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por
error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo
el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los
demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules como él, con dibujos
geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro
lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo,
con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el
obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su
presencia intrusa interrumpía el friso; más luego le hizo falta un azulejo para
completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa
zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. y el tiempo transcurrió
sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la
penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los
vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el
suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo.
otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco
lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta
aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San
Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un
niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en
seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese
diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y
que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. le dio un
nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un
petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que
se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una
barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.
- ¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse , y arrastra a la gata gruñona para que lo
salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo
junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la
minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos
elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su
silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y
por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente,
al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los
doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado,
donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe
se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del
mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas "calaveras, ejemplos y corridos"
ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos
macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra
parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y
cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y
estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la
calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. y ve que la
Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando
apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las
pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la
señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el
cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor
de la única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil
corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie
le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará
solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de
mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su
cuadrado refugio. Va hacía el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los
hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes
trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia
del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita
como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran
tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie y saca la
cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la
hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función.
Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña
sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus
pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de
Francia.
- Madame la Mort...
A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del
modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de
una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con
cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de
Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a
todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte
del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en
francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido
crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así:
"Madame la Mort". Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más
ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los
reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que
los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las
sucesiones históricas.
- Madame la Mort...
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita
sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.
-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que
pueden verla los gatos, los perros, los ratones huyen vertiginosamente o
enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los
otros, los moradores del mundo secreto, los personajes pintados en los cuadros,
las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los
espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas fingen no enterarse de su
cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos
y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va
a morir?, ¿y eso?. Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El
hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado
hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha
puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas
latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le
dice?.
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito
le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite
la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa,
el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil
leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. le explica que ha nacido
en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica, "rue
de Poitiers", y que pudo haber sido de color cobalto , o negro, o carmín oscuro,
o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar.
¿No es cierto? N´est-ce pas?. Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y,
adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las
gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo
que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un
remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en
sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los
hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, "comme
un gentilhomme", y luego desaparece corneteando...
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres
minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y
no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas,
vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de
vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos
y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a
esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas,
sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron
en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los
curvos cuernos marciales, "bastante diferentes, n´est ce pas, de la corneta del
mayoral del "tránguay", sitiando castillos e incendiando iglesias, con los
normandos, con los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de
malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la
cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las
rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que
no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el
episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reir a
la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese
general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame
la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se
desarrollaba produjo calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse
de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad
un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón
enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
Y además... -prosigue el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la
ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado
su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para
Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y
se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en
el barrio de San Miguel!. ¿Que sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su
imperdonable distracción?. Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado
sombrero y el moño y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a
pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al
brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo
del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende
disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el
bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.
Él
se ha salvado, castañetean los dientes amarillos de la Muerte, pero tú morirás
por él. Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño
cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se
quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al
aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos
breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va,
rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aún tiene mucho que hacer y esta
noche nadie volverá a burlarse de ella.
Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque
ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada,
irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se
apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su
desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay
un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se
consultan inútilmente. nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de
un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del
aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá
dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de
modo que menos aún se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan.
Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo
oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la
casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar
el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de
fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores
que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio,
baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la
tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un
anacoreta a quien de pronto trasladarán a un palacio de losas en ajedrez. Y
Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le
será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila
hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz
de caverna:
- ¡Ahí va algo, abarájenlo!
Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en
el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede
burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrima de un niño.
de "Misteriosa Buenos Aires", © 1986 Editorial Sudamericana
ILUSTRACIONES TOMADAS DE: http://juanbertola.blogspot.com.ar/2009/12/el-hombrecito-del-azulejo.html
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