Esta vez retomo un clásico de las leyendas urbanas, para traerles mi propia versión. Tiene una pequeña gran diferencia con el relato original, espero que les guste! Cualquier opinión, comentario o crítica constructiva serán muy bien recibidos, saludos!
A pesar de haberse resistido tanto a salir, Ricardo terminó dando gracias por haberse decidido. Sus amigos prácticamente lo habían obligado, sabiendo lo difícil que era sacarlo de su cueva. El cumpleaños de uno de la muchachada fue la excusa perfecta y eficaz.
Daba gracias porque ya llevaba bailando casi dos horas con una chica hermosa, pálida y de cabellos negros, casi tan negros como sus profundos ojos. Los demás miraban con cierta envidia su conquista, murmuraban una que otra cosa, seguían tomando, pero de hecho estaban contentos de que por fin se le diera.
Así transcurría la noche, y Ricardo no recordaba haberse sentido tan feliz nunca antes en su vida. Ella no solo era bonita, sino también muy simpática y despreocupada. Irradiaba cierta candidez en lugar de la habitual sensualidad exacerbada que uno podría esperar. Vestía ropa ajustada, pero que cubría casi enteramente su cuerpo, dejando visibles apenas su cuello y un austero escote. Y sus pequeñas manos, que al tomarse con las de Ricardo (morenas, de largos dedos) parecían de marfil. Manos de porcelana, manos de muñeca.
Cuando al fin terminó la música y
encendieron las luces, la parejita salió abrazada. El frío de la noche los
golpeó apenas traspusieron la puerta del local. Ella se estremeció, y él, todo
galante, la cubrió con su campera. Se perdieron en una mirada intensa, se
besaron y el tiempo pareció trastabillar. Subieron a un taxi. Ella no tenía
teléfono, pero le mostró cual era su casa. Bajó del auto y antes de abrir la
puerta y perderse en la oscuridad de la casona, se giró en el umbral y le tiró
un beso. Unos segundos después, en el interior de la vivienda se encendió una
luz. Ricardo le indicó al conductor su dirección y continuó el viaje
sintiéndose dichoso.
Unos días después el muchacho volvió a la
casa de su amada, para buscar su campera y también para invitarla a salir de
nuevo. No había dejado de pensar en ella. Al no hallar timbre golpeó la puerta
con fuerza. Transcurrieron unos segundos que se le hicieron interminables,
pensando que tal vez ella le abriría. Pero lo atendió una anciana de ojos
cansados. Suponiendo que se trataba de la abuela, pidió con una
sonrisa hablar con Gabriela.
La mujer frunció el ceño y contestó que
ahí no vivía ninguna Gabriela. A Ricardo la boca se le torció un poco, pero
no perdió los ánimos, pensando que tal vez no querían que aquella hermosa chica
saliera con nadie. Insistió, diciendo, sin entrar en detalles, que habían
ido a bailar en grupo y que él le había prestado su campera a Gabriela, que
había visto como entraba en esa casa la madrugada del domingo, y que… La
anciana lo interrumpió, repitiendo que ahí no vivía nadie más que ella. Miró al
joven durante un par de segundos y prosiguió.
Ella vivía sola en esa casa desde hacía
cinco años, cuando su esposo, su hija y su nieta habían muerto en el accidente
al que ella a duras penas había podido sobrevivir. Una salida al campo
convertida en tragedia, en la que habían perecido Mauricio, Estela y… Gabriela.
Ricardo sintió un escalofrío.
Única hija, única nieta, en la flor de la
vida había visto su final prematuramente. La anciana no pudo evitar que una
lágrima se le escapara. Sacó un monedero grande, y del mismo extrajo una
fotografía. Se la veía a ella misma, más joven, rodeada por su familia, y allí
estaba la hermosa Gabriela, idéntica, tan feliz como en aquella noche del baile.
La mujer le pidió a Ricardo que la
esperara unos minutos. Salió bien arreglada de la casa, y lo invitó a
acompañarla al cementerio donde estaban enterrados los suyos. El domingo a la
madrugada había escuchado ruidos extraños en la casa, y, algo asustada, se
había levantado a revisar, encendiendo las luces. Ahora pensaba que tal vez
esas almas le reclamaban algo…
Ricardo se sentía confundido y nervioso. Entre
incrédulo y temeroso. Llegaron, caminaron un trecho entre monumentos, llegaron
a esa vieja tumba familiar, leyó entre muchos otros el nombre de Gabriela, y al
lado la vio pálida en una foto. Sobre el mármol frío estaba su campera.
La mujer lloraba cuando Ricardo se fue,
tembloroso. Había dejado la campera sobre la tumba, murmurando entre lágrimas,
negándose a aceptar que el destino y la muerte fueran tan hijos de puta,
pidiéndole a Gabriela que se la devolviera ella misma ese fin de semana, allá donde
se habían conocido.
Hernán
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