Transitaba por la ruta que me llevaría a la casa de mis padres, a los
cuáles no veía desde hacía un largo tiempo. Era la primera vez que iba
por este camino y me pareció bueno, pues había pocos autos y podía ir
ligero. El único inconveniente era que las estaciones de servicios
estaban muy alejadas unas de otras, y un problema con el vehículo me
significarían muchas horas de espera.
Parecía una tarde que iba a ser soleada, sin embargo y sin previo aviso,
comenzó a llover y un gran viento se levantó. Era tan fuerte que
lograba mover el auto hacia un costado; incluso hasta
tenía miedo de que me hiciera chocar con otro vehículo que viniera del
lado contrario. También hacía agitar las hojas de los árboles de tal
manera que me mareaban y lograban desconcertarme.
Pasaron los minutos; la lluvia se hizo más fuerte y ya no podía ver los
letreros que pasaban a los costados. El manejar se me hacía cada vez más
dificultoso e incluso el volante se me escapaba de las manos, como si
el viento mismo condujera el auto hacia mi destino.
El caer de las gotas de lluvia sobre el auto era tan intenso que no me
dejaban escuchar ni siquiera el motor, entonces encendí la radio. Oí en
las noticias que los vientos superaban los ciento veinte kilómetros por
hora y por esto, decidí disminuir la velocidad. Creía que yendo más
lento no tendría ningún problema conduciendo, pero me equivoqué. De
repente un golpe seco se sintió sobre el parabrisas y un alarido
retumbó, pero fue acallado rápidamente por la lluvia. El miedo me
invadió, pues había atropellado a alguien. Frené y detuve el motor. Me
quedé inmóvil en el auto; me pareció que pasaron unos minutos y miré
hacia el parabrisas: había sangre, pero ninguna marca de un golpe…
Mi mirada permanecía sobre la sangre. Parecía que la fuerte lluvia no
quería que olvidara que agonizaba alguien afuera, pues no lavaba la
mancha.
Abrí la guantera muy nervioso, tomé el impermeable y me lo puse. Jamás
había tardado tanto en abrir la puerta del auto… tenía miedo de
enfrentarme a la realidad.
Ya afuera comencé a buscar a quien había atropellado, pero ni siquiera
había rastros de que algo hubiera pasado allí. Estuve unos minutos
recorriendo el lugar, pero no encontraba nada. ¿Podía ser que lo que
atropellé se haya escapado? Regresé al automóvil y sorprendido, vi
manchas de sangre sobre el asiento; pero rápidamente me tranquilicé,
pues seguramente cuando abrí la puerta del auto las gotas sobre el
parabrisas habían entrado.
Encendí el vehículo y continué con mi camino. Me auto convencí de que no
podía haber sido una persona lo que había atropellado, pues nadie en su
sano juicio estaría a merced de esta tormenta infernal ni tampoco en
una ruta completamente vacía. Ya me sentía mejor, casi no estaba
nervioso, pero no sabía que esto recién comenzaba…
El auto se detuvo justamente cuando un aterrador rayo se disparó desde
las nubes. Había combustible, las baterías estaban cargadas, el auto era
nuevo… ¿Cómo es que se detuvo? Tampoco había forma de que arrancara,
los intentos por hacerlo eran en vano.
Me bajé del auto sin impermeable, pues no me importaba, igualmente
estaba todo mojado. Logré llevar el auto fuera de la ruta y luego entré
nuevamente. En ese momento decidí quedarme a dormir allí, pues ya
oscurecía.
Comenzaba a dormirme, pero un extraño ruido me despertó. La lluvia había
parado y ya era de noche. Miré hacia el asiento trasero, pero no había
nada, entonces me quedé atento, esperando otra vez ese ruido. Pasaron
varios minutos y nuevamente se repitieron. Estaba desconcertado, me
intrigaba saber de dónde provenían los ruidos y entonces decidí salir
del vehículo.
Miré el auto desde todos los ángulos, no parecía haber nada anormal,
hasta que noté que de la cajuela un hilo de sangre se desprendió. En voz
alta me dije “¿Todavía quedó sangre de lo que atropellé?” Era
imposible, pues la colisión había sido de frente. Vi algo que se movió
dentro del auto, y no tuve dudas, alguien estaba allí. Abrí la cajuela
para buscar un hacha que siempre llevaba, pero no se encontraba.
Mantuve los ojos abiertos y dirigidos al coche; nuevamente vi un
movimiento en el interior e instantáneamente el corazón comenzó a
latirme fuertemente. Tomé un palo del suelo para pegarle a lo que
hubiera dentro del vehículo y sin esperar, abrí la puerta trasera, pero
alguien saltó sobre mí, tirándome al suelo. Lo pateé y logré verlo.
Tenía el rostro horriblemente desfigurado, pero lo que más me aterró fue
que en sus manos sostenía el hacha que me faltaba.
Conseguí desprenderme alejarme de él y corrí hacia el campo desierto.
Llegué al alambrado, pero la desesperación hizo que me quedara
enganchado entre sus púas. Intentaba liberarme, mientras miraba cómo el
maniático se acercaba con el hacha en sus manos. Finalmente me libré, y
corriendo de un lado hacia otro, esquivándolo, llegué hasta el auto.
Saqué de la caja de herramientas un martillo grande y me dirigí hacia el
sujeto.
Me encontraba frente a frente con el maniático. Él con su hacha y yo con
mi martillo. Estábamos solos los dos, sin nadie a nuestro alrededor. De
un salto trató de llegar a mí, pero le arrojé el martillo sobre su
cabeza y el golpe lo desplomó. Estaba inmóvil y creí que lo había
desmayado.
Me acerqué lentamente. Tenía una gran marca amoratada en su frente.
Parecía un hombre de unos cuarenta años y estaba desfigurado, pero no
era por el choque. Salté cuando vi que sus ojos se abrieron, pero
parecía que no podía moverse demasiado. Me quedé observándolo un rato,
esperaba que muriera.
Recordé que tenía un recipiente con gasolina en la cajuela y fui a
buscarlo, pero cuando regresé, el sujeto ya no estaba tirado. Giré y
miraba hacia todas partes; parecía que se había perdido o que se lo
había tragado la tierra, hasta que al fin lo vi bajo el auto, y todavía
sostenía el hacha en su mano.
Sentía el agudo silbido del viento, el cual parecía que aconsejaba
deshacerme del tipo. Entonces me agaché y tomé el hacha sin mayor
resistencia, pues él ya había muerto. Arrastré el cuerpo hacia la zanja y
lo rocié con gasolina. Encendí un fósforo y se lo arrojé. Me quedé
mirando cómo el cuerpo ardía y cada parte se chamuscaba. Era tan intenso
el calor, que las hojas húmedas por la lluvia igualmente se encendían.
Trataba de tranquilizarme, pero sabía que a esta hora de la noche
cualquiera podía ver este gran fuego desde lejos.
El cuerpo se calcinó y, con ayuda de algunas ramas, logré hundirlo en un
gran charco de lodo que había unos metros más adelante. Regresé al
coche y después de dos intentos, encendió.
Continué mi camino. Estaba totalmente agotado y llegué a una gasolinera.
Llené el tanque, pues quedaban muchos kilómetros por recorrer todavía.
Transcurrió el tiempo, ya era de mañana, y llegué a un cruce, donde los
agentes de Recursos Naturales estaban haciendo un control, pues en esa
época, estaba prohibida la caza de algunos animales. Como pocos venían
por ese camino, estuvieron un rato largo observando el vehículo, incluso
revisaron la cajuela y dialogaron entre ellos, mientras yo leía un
catálogo que me habían entregado.
Finalmente, después de diez minutos uno de ellos me dijo:
– ¿Estuvo cazando?
– No, ¿por qué lo dice?
– Es que veo manchas de sangre en su vehículo.
– Ahh… Sucede que en la tormenta atropellé algún pequeño animal, pero no le hizo daño al auto.
Pasaron segundos, el agente me miró fijamente a los ojos y yo a él. Finalmente me dijo con frialdad:
– Queda usted detenido.
Al sentir esas palabras el cuerpo se me heló, y sólo me preguntaba para
mí ¿qué sucedía? Y en unos segundos, más palabras me destruyeron por
completo:
– Hallamos un cuerpo carbonizado en la cajuela.
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