Me incorporé sin tener la certeza de dónde estaba. Todo era confuso: las imágenes, los sonidos, los rumores que no lograban convertirse en palabras. En el ambiente onírico, varios bultos se movían yendo y viniendo. Llevaban abrigos de colores brillantes y mucho apuro. Se podía percibir la desesperación pero poco lograba afectarme ya que lentamenteme alejaba de allí. Sentí que flotaba e intenté mirar mis pies pero no los encontré. Levanté mis manos con el mismo resultado. ¿Estaré soñando? Me oí decir. Agudicé mi vista hacia los bultos e increíblemente, la imagen se hizo clara, cercana e increíblemente horrenda: mi cuerpo estaba allí, en el medio del tumulto. ¿Estaré muerto? La pregunta quedó resonando en mi mente. Pero... ¿por qué todos corrían desesperados?. ¿Por qué los paramédicos seguían encima de mi cuerpo?. Si yo estoy muerto, ¿por qué me levantan en una camilla con el rostro descubierto? Ensangrientado, irreconocible, pero descubierto y lleno de tubos. Quizás pudiere regresar pero era tan emocionante la sensación de libertad... lo último que deseaba era volver. Seguí a la ambulancia. Mi conciencia era tan volátil que podía sentirme parte del viento. Alcé vuelo y recorrí el cielo mientras el oxígeno penetraba en mi mente sin obstáculos. El placer era absoluto y supe, en ese momento, que la plenitud de la felicidad es compañera de baile de la paz y de la libertad. Hasta pude escuchar una melodía mientras danzaba por el espacio. Una voz interrumpió mi momento. Me molestó al principio pero a medida que se iba haciendo familiar, se convertía en angustia que iba creciendo en mi pecho... o quizás, en la conciencia de mi pecho.
Era ella, el amor de mi vida que, entre sollozos, me rogaba volver. Sentí un golpe que me recorrió todo. Gritos. Uno, dos, tres... Otro golpe. ¡SE NOS VA! Esta vez, la voz era otra que se distinguía del murmullo. Otro golpe. De pronto, un goteo regular... tuc, tuc, tuc. NO, era mi latido... tuc, tuc, tuc. No quería volver pero el llanto de ella me pesaba aferrándome al suelo. Quise abrazarla pero no tenía con qué. Miré mi cuerpo vacío y comprendí que debía volver. Por ella, por mí... Me costó muchísimo acercarme a mi cuerpo, a esa escafandra de carne postrada que necesitaba para amarla. Sentí la resistencia pero empujé como si caminara contra un fuerte viento. Cerré los ojos, apreté los dientes, incliné el cuerpo (o lo que sentía como tal) y pensé en Claudia. De pronto, la resistencia cesó y mis ojos se abrieron. Allí estaba ella tomándome la mano y cubriéndola con sus lágrimas. La nombré con una voz apagada, sin fuerzas, sin libertad, sin paz... con los dolores que me daban la certeza de haber vuelto a mi cuerpo. Ella levantó la mirada y estalló con un grito mientras me abrazaba con su pequeño cuerpito: _ PAPÁ.
Ana Elizabeth De La Zerda
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