“No bajes a la playa si hay niebla”. Aquél fue el único consejo que me dieron, al hacerme cargo del faro de Orbitum, en la punta occidental de la mediana de tres islas... Nada más... Es lo único que me recomendó mi predecesor, que también se había presentado voluntario para este incómodo destino, en la zona sur de XX... “No bajes”, me repitió, mientras se subía a bordo de la misma lancha que me había traído a mí un par de horas antes... y, sin embargo, al perderse en lontananza, con la única compañía del piloto de la Zodiac, parecía estar bastante seguro de que yo terminaría haciendo precisamente eso...
Mi nombre es Francisco García Pérez, y antes de optar por este solitario trabajo, he estado dando tumbos entre una amplia gama de ocupaciones: hacer hamburguesas a la plancha en un restaurante, limpieza de casas y hospitales, dar clases a los niños, periodista, militar... y, ahora, farero, a dependiendo del Ministerio de Marina... Un buen amigo, Gerardo, me comentó que se iba a quedar una vacante para el puesto... Sin cargas familiares pesadas (sigo viviendo con mi madre), ni relaciones estables (como no contemos a mi gato Chiqui, que se ha venido conmigo...), sobre todo me atrajo la posibilidad de ganar un buen dinero... y no poder gastarlo... Nunca me ha importado la soledad, vivir a contratiempo, y le encontraba cierto romanticismo al aislamiento, con mis libros, mis cuadernos para escribir, alumbrándome gracias a la línea eléctrica que nace en la isla principal, y con un buen surtido de lápices de colores por si me apetecía dibujar las aves marinas...
Era un trabajo monótono: estar despierto y pendiente del mecanismo automatizado del faro, puesto que desde el año 2001, casi todas las operaciones se realizan mediante un ordenador central, al que se puede acceder desde la Capitanía General... Pero siempre pueden producirse fallos, materiales o humanos, y desde el naufragio del conservero “Villa Illuminata” en noviembre de 2006, en el que perecieron siete personas, se ratificó la necesidad de contratar un farero en este pequeño archipiélago, para evitar nuevas muertes... Por eso, existe la posibilidad de suplir la energía eléctrica enviada desde la isla a través de un cable submarino, por la del generador, y éste a su vez por una dinamo accionada manualmente. También existe un amplio surtido de bombillas, linternas a pilas, el enorme fanal de petróleo, con más de sesenta años de antigüedad, que todavía se encuentra en su ubicación original, y en perfectas condiciones de uso...
La torre del faro tiene más de 30 metros de altura, es de recia piedra caliza, y lleva décadas soportando el asalto de las olas, sin daños aparentes. Una escalera de caracol permite subir a la parte superior, que está formada por una estructura de hormigón y acero, en la que se han instalado los grandes ventanales de cristales anti-tormenta. En el centro de la sala, y elevado un metro y medio con respecto al suelo, se encuentra el fanal eléctrico giratorio. Una pequeña puerta, actualmente en desuso, permite acceder al camino de ronda. El conjunto está coronado por un tejadillo plano, pintado de blanco y rojo, sobre el que se alza, orgulloso, el gallo de una veleta... Junto a la base de la torre se encuentra la pequeña vivienda del farero, de dos habitaciones, una de ellas la uso como comedor/despacho, y la otra, para dormir, además de una pequeña despensa y un baño, algo anticuado pero funcional...
La vida en aquella parte de la isla es muy tranquila: las provisiones las traen desde la isla principal cada dos semanas, igual que la correspondencia, aunque esto último me parece bastante absurdo, puesto que no tengo nadie a quien escribir. No hay teléfono y, por lo tanto, tampoco internet, y quizás por ello el aislamiento se convierta en más doloroso. La única forma de comunicarse con el mundo exterior es a través de la emisora de radio, que utilizo todas las madrugadas para dar las novedades antes de acostarme. Tampoco es prudente utilizar un ordenador, puesto que el tramo submarino del tendido eléctrico genera numerosos picos en la tensión, y el riesgo de dañar el equipo es muy elevado.
Los primeros días me costaba permanecer despierto... pero al final te acostumbras, a fijar la vista en el exterior, buscando las luces de posición de un pesquero, de una patrullera, o la furtiva silueta de una patera. Rebuscando entre las pertenencias de mi predecesor Carlos Torres, que fue trasladado a la “Costa da Morte”, encuentro una pequeña maleta de cartón que no se ha querido llevar, encuentro un mapa “de mis dominios”, y un planisferio celeste, que utilizo para identificar algunas de las estrellas...
Mis “dominios” son bastante exiguos, una estrecha franja de tierra en mitad de la nada... Poco más de seiscientos metros de largo, por cien en su parte más ancha, con una única playa de arena negra, volcánica, y dos o tres pequeñas calas... Mi única compañía es un pequeño rebaño de cabras, que me proporcionan leche por las mañanas, y las gaviotas... Eso es todo... si no contamos a la extraña criatura que mora entre la niebla... y los restos de un par de pateras encalladas, que nadie se ha molestado en retirar: bastante tuvieron, según me comentó Carlos Torres, mi predecesor, con retirar los cuerpos, al pie del acantilado...
La curiosidad es mala, pero es aún peor la soledad, añorar incluso las masas de gente que tanto me incomodaban antes de venir a esta yerma extensión de roca volcánica, desde la que no he visto más que tres o cuatro pesqueros en todo el tiempo que llevo aquí, casi dos meses... Los libros, la escritura y el dibujo me ayudan a pasar el tiempo, puesto que las labores de mantenimiento del faro son mínimas: hace dos semanas, Roberto Amores, el pescador que me trae los suministros, me facilitó dos grandes latas blancas de pintura para repasar el interior de mi vivienda; y dos latas verdes de plástica para las puertas y las ventana, con lo que renové por completo el aspecto de mi “humilde morada”...
Al amanecer, terminada la guardia, me gustaba dar un paseo por las escolleras, para escuchar el sonido de las olas, y sentirme dueño y señor de aquellas tierras yermas, unos momentos efímeros que se llevaría el tiempo... pero que de momento, me pertenecían... No dejaba de ser extraño, el sentirse tan solo, el no tener a nadie con quien hablar salvo a través de la emisora de radio, o en las visitas quincenales de Roberto Amores... Supongo que estaría pensando en todas esas cosas, o en ninguna en particular, cuando en mitad de mi paseo, comprobé que estaba subiendo la niebla...
Nunca me ha gustado la niebla, esa impresión de estar perdiendo el control de mi entorno, de que nuevos límites se añaden a mi miopía, la vista ha sido siempre un problema recurrente, por eso la valoro tanto, igual que el oído... Y por eso la odio, pues me priva de ambos sentidos... Quizás por curiosidad, o por cambiar la rutina, me había acercado a la única playa accesible de toda la isla, y había bajado unos veinte metros por el serpenteante camino desde los acantilados... La niebla era tan densa en aquella zona, que no se oía ni siquiera el mar... A mi derecha se encontraban los restos de una de las pateras… Y delante de mi, las olas...
Estaba perdido en mis contemplaciones, cuando observé, por el rabillo del ojo, un movimiento al pié de las rocas, en la base de una pequeña gruta que suele tapar la marea... Al acercarme, comprobé que se trataba de una mano humana, que estaba excavando con desesperación para salir de aquél lugar... Escuché un ruido parecido detrás mío, y debajo de un montón de algas, que llevaban pegadas a la base del farallón desde la última tempestad, o quizás antes, empezó a perfilarse otra silueta... Y justo en el límite máximo de las aguas, lo que parecían unos cuantos palos se yerguen lentamente... En aquél momento, solo podía pensar que mi cerebro, sobrecargado por el cansancio y por la intensidad de la vigilia, me estaba jugando una mala pasada... Puesto que era evidente que aquellas “personas” que estaban materializándose a mi alrededor, llevaban un cierto tiempo muertas... Aunque solo fuera por los diversos estados de la descomposición, no era necesario ser un médico para darse cuenta de ello...
Y justo entonces, cuando mi única preocupación era retroceder hasta el pequeño camino del acantilado y meterme en mi casa, y en la cama... o debajo de la cama… Apareció Ella... Nunca me han gustado las películas de terror, y mucho menos las de fantasmas, pero no pude evitar establecer un paralelismo entre lo que estaba viendo, y la película “The Ring”... Estaba saliendo de la niebla una silueta, vestida de blanco, con una larga melena negra... y se desplazaba en completo silencio, sobre la superficie de las aguas, y luego, sobre un leve manto de niebla, pero de cualquier modo, sin tocar el suelo... y se iba acercando, lentamente, hacia mí... Tenía el pelo y la túnica empapadas... pero no daba muestras de tener frío... mientras que yo estaba temblando...
Con el pelo echado sobre la cara, me hacía sentir miedo, puesto que mientras se desplazaba desde la extremidad más alejada de la playa, iba señalando con el dedo en diversos lugares, menos de diez... y en todos ellos se producían los movimientos de resurrección que ya había presenciado al comienzo... Ignoro el tiempo que tardó en llegar hasta mi posición... Yo quería moverme, pero estaba petrificado... Se detuvo a menos de un metro de mí, levantó la cabeza y, mirándome desde lo más profundo de unos ojos más negros que la más oscura de las noches, pronunció una sola palabra: “Vete”... Y después, se dio la vuelta, y regresó de nuevo hacia la orilla, arrastrando a su macabro cortejo... hacia el agua...
En cuanto desapareció bajo las olas, fui capaz de moverme, y subí corriendo las escaleras, hasta llegar a mi casa, me tomé un copazo de coñac para quitarme el frío del cuerpo, y otro más para quitarme el miedo, y me escondí entre las sábanas y las mantas, cerrando previamente la puerta con llave... No he vuelto a verla... pero también es cierto que no he salido más veces a pasear en mitad de la niebla...
Unos días más tarde, cuando Roberto Amores vino a traerme las provisiones, le pregunté por ella... No pareció extrañarse... Y como si no tuviera mayor importancia, me comentó que la llamaban “la hija de la niebla”... Que su función era recuperar las almas y los cuerpos de los que habían muerto en el mar, pero que no reposaban bajo las aguas... Por eso, cada cierto tiempo regresaba de las profundidades, a recoger su cosecha de almas extraviadas... Lo malo no era encontrarse con ella y que te ordenara marcharte, como me pasó a mí... Sino que te dijera “Ven”... Porque no tendrías más remedio que seguirla hacia el mar... Y morirías lentamente...
¿Fantasía o realidad? Ni lo sé, ni me importa... Lo que tengo bien claro es que no me apetece nada encontrarme de nuevo con la “Hija de la Niebla”... Al menos, mientras esté vivo... Y siga ocupándome de este faro...
Fuente: http://www.losmejorescuentos.com/cuentos/terror924.php
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
AHORA TE TOCA A VOS!