Yendo desde Capital hacia el interior, después de una jornada agotadora, manejaba la moto a media velocidad, con ella dormida a mis espaldas.
La noche a lo largo de esos caminos puede volverse inquietante: asfalto, luz, ruta; y el motor que sostiene su misma, única nota interminable. Estábamos solos.
El viento frío me helaba las manos y la cara, el sueño me pesaba en los párpados; su abrazo me hacía anhelar más que nunca llegar a casa.
Cada tanto, por la otra vía nos cruzaba algún auto haciendo estrépito; en el invierno parecen rugir de apuro. Solamente un camión nos adelantó esa noche, paradójicamente silencioso.
Iba pensando en no dormirme, iba pensando en lo lindo que sería cerrar los ojos un momento y descansar la vista, iba pensando en que no podía acostarme como quería (iba en la moto, ¿cómo me iba a acostar?). Luchaba contra el sueño, el frío, el silencio, la ruta que no se acababa. Y también contra su confortable abrazo.
Pensando en esas cosas, más o menos a mitad del trayecto pude adivinar con el rabillo del ojo algo blanco que se acercaba rápidamente. Una lechuza, seguramente. Parecía volar bajito desde atrás, a mi derecha, como para cruzarnos en diagonal. Esperé el chillido, preparé el insulto, pero no lo dije porque siempre me pareció una costumbre inútil e infundada. Lo único que las lechuzas hacen es comer ratas.
No chilló, pero iba acercándose cada vez más. Giré la cabeza para verla y tuve dificultad para distinguirla. Y al final me alcanzó.
Si no hubiera frenado un poco me habría golpeado en el casco. Pasó a unos centímetros de mis ojos. Solamente vi un manchón blanco que siguió desplazándose en el aire, como sin alas, siguiendo una línea recta inalterable. Fue alejándose de nosotros cada vez más. Cuando se perdió de vista se me destrabó la mente.
“Hija de puta”, pensé. Aceleré de golpe con el corazón latiéndome fuerte. Ella se despertó y tuvo miedo, porque me vio asustado.
Nos dejaste helados con esta historia. C
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