Estoy a punto de hacer algo muy estúpido.
Sé que es estúpido. Lo sé. Pero no creo que tenga otra opción. Y tengo que hacerlo ahora, mientras tenga el valor y la voluntad, y mientras mis manos sigan estando firmes.
Estoy enfermo. Siempre he estado enfermo. Algunos días son mejores que otros. Cuando era joven, mis padres rezaban porque se tratara de un precursor de la aparición de la epilepsia, pero los ataques nunca llegaron. Simplemente... no puedo confiar en mí mismo.
Veo cosas. Algunos días, puedo oírlas y olerlas también. Debería decir que solía verlas. Después de probar todas las combinaciones posibles de píldoras que a tres médicos se les ocurrieron, pensé que por fin había encontrado la combinación química adecuada para mi confundido cerebro. Ya han pasado seis años de estabilidad y normalidad relativas, en los que cambié un centro de rehabilitación por un pequeño apartamento, una colección de efectos secundarios soportables en su mayoría, y un trabajo estable. Me doy cuenta de que esto probablemente suene aburrido para la mayoría de la gente, pero atesoré cada momento de esa monotonía dolorosamente simple.
Desmejoré de golpe.
Viernes por la mañana. Me despierto del primer sueño que he tenido en años, una fantasmagoria vívida de colores y sonidos, y de mala gana salgo de mi apartamento limpio y estéril para hacer el corto viaje hacia el trabajo.
Lo noto en cuanto el ascensor se abre, la quietud y el silencio sobrenatural en el pesado aire. La puerta principal del complejo abierta, sin seguro y meciéndose suavemente, un mínimo rastro de humo a la deriva en la brisa húmeda. Afuera, las amplias calles están vacías y desnudas. De repente mi boca se seca y giro sobre mis talones, coronando una paralizante ola de pánico y déjà vu.