Cuenta la leyenda que una azafata a la que le encantaban los niños en cierta ocasión detectó el caso más espeluznante que se recuerda en la historia de la aviación. Cuando tras acercarse a una madre con su bebé detectó algo raro…
Los viajes cruzando el Atlántico siempre habían sido los más odiados por Alicia, una azafata de una importante aerolínea internacional que desde hacía pocos meses había sentido como su instinto maternal se disparaba tras contraer matrimonio y el nacimiento de su primer sobrinito de menos de un año. Desde entonces no desaprovechaba ninguna ocasión para hacerle carantoñas y dedicarle unas palabras de cariño a cuanto bebé se cruzaba. Sentirse mamá aunque fuera por unos instantes la reconfortaba y animaba cada vez más en su idea de tener una gran familia que la esperara con los brazos abiertos después de cada vuelo.
A pesar del cansancio y el maldito ”jetlag” de esos vuelos transoceánicos en los que no daba tiempo a acostumbrarse al nuevo horario Alicia estaba especialmente feliz ese día. Tras diez días de trabajo con vuelos interminables y aburridas noches de insomnio en el hotel por fin llegaría a casa con su marido y disfrutaría de unos merecidos días de descanso. Su alegría era claramente visible y dedicaba sonrisas y atenciones a todos los viajeros, incluso sus compañeros estaban sorprendidos de su alegría, sobre todo teniendo en cuenta que aún faltaban más de nueve horas de vuelo para llegar a Madrid.
Mientras avanzaba por uno de los pasillos del avión repartiendo las bandejas de comida, observó una mujer con cara de pocos amigos sosteniendo un bebé en brazos, tras ofrecerle el escaso menú (pollo o carne) le preguntó por la criatura que estaba dormida.
- Pobrecito debe estar muy cansado, ¿necesita usted algo para que el bebé descanse mejor? ¿una manta extra o tal vez calentar el biberón cuando se despierte?
- No gracias – Respondió la mujer con el ceño fruncido, una respuesta tajante y tan escueta que dejó claro que no quería que les molestasen.